jueves, 26 de junio de 2008

Parábola de la oveja perdida (Mateo 18:12-14)

Esta es una de esas parábolas cortas en las que Jesús habla de los pecadores. El Maestro tenía mucho amor por los pecadores, y aún hoy lo tiene. Lo que a Él le disgusta es el pecado, no quien lo comete. Esta comparación de los pecadores con la oveja perdida, tiene su parangón en varios eventos de la vida de Jesús.

Los fariseos, los escribas y los doctores de la Ley despreciaban a la gente que para ellos había cometido algún delito o pecado. No es nuevo esto para nosotr@s. Hoy día sacamos de nuestras vidas a todo aquél que tenga alguna traza de marginado. Vamos por el mundo despreciando a la gente por su color, por su credo religioso, por su afiliación política, por sus enfermedades, por sus llamados "defectos físicos," por su gordura, por su fealdad. Habría que nombrar una lista tan grande de "ovejas perdidas," que no terminaríamos. Los judíos marginaban a los leprosos porque pensaban que la enfermedad era un castigo por algún pecado cometido. A las enfermedades les llamaban "demonios." Jesús vino a curar todo ese prejuicio. Cuando le traían a alguien enfermo lo curaba de alma y cuerpo. Su gran sabiduría le decía que un cuerpo enfermo era seguramente un alma enferma también. Pero no para marginar al enferm@, sino para saber que alguna herida había en su alma.

De esa manera curó a los que estaban enfermos físicamente, a los ciegos, a los paralíticos, a los epilépticos. Resucitó muertos, como el hijo de la viuda de Naím, la hija de Jairo, a Lázaro su amigo. Asimismo curó a los que estaban enfermos de otras cosas: Zaqueo, que era un ladrón del dinero de los pobres, le dijo a Cristo que le devolvería cuatro veces lo que le había quitado a la gente. María Magdalena dejó la prostitución cuando Jesús la perdonó. Los seres humanos no la perdonaron, porque se apegaron a la Ley que decía que había que matarla. Cristo fue más allád e la letra, había que tener misericordia.

¿Cuántas veces hemos juzgado a la gente por alguna de esas cosas que mencionamos antes? Creo que muchas. Nos hemos enemistado con gente porque no es de nuestro partido político, o de nuestra iglesia. Le negamos dinero a gente porque pensamos que son ladrones, que no quieren trabajar. Dios no hace distinciones. Quiere que todos vayamos al cielo, quiere que todos seamos felices en esta tierra. Para Él, aquella gente que no cabe en nuestras limitadas mentes, es gente importante. Porque Él juzga por el alma, que es inmortal, por el alma que no tiene ni necesita dinero, por el alma, que alaba a Dios día y noche. Por eso Cristo, como buen Pastor, se alegra de encontrar esa oveja que se le ha perdido.

Sepamos que para Dios no existen las divisiones, sólo nosotr@s hacemos eso. Pidámosle tolerancia y amor para que todo aquel que sea diferente tenga un espacio en nuestro corazón.

martes, 3 de junio de 2008

Parábola del Buen Samaritano (Lucas 10:30-35)

Este relato nos trae a la mente muchas de las ideas que hemos estado analizando en las pasadas parábolas. De modo que aquí lo que haremos será ampliar y concretar ciertas actitudes. Jesús responde con este cuento a la pregunta de uno de los maestros de la Ley que quería ponerlo a prueba: "¿Y quién es mi prójimo?" Esta pregunta nos la hacemos muchas personas en la vida. Rápidamente llegamos a la conclusión de que son nuestros parientes más cercanos, nuestros amigos más queridos, los hijos e hijas de éstos, e inmediatamente tenemos una red inmensa de gente por la que podemos hacer algo. Decimos: "Éste es mi prójimo." Para aclarar eso, Cristo pone la parábola.

Nuestro prójimo es todo el mundo, incluyendo a nuestros enemigos. Ya en el Sermón de la Montaña el Maestro había prevenido a sus oyentes de que era muy fácil ayudar a la gente que podía devolvernos los favores. Lo difícil era, por supuesto, que lo hiciéramos por aquéllos y aquéllas que en la vida nos podrían pagar. Nos instó a rezar por los que nos persiguen, por los que nos ofenden, y a bendecir sus vidas de la misma manera que lo haríamos por nosotros o por nuestros allegados.

La primera escena de esta narración se da hoy día en muchos lugares del mundo diariamente. Las cifras de asaltos, asesinatos, secuestros y violaciones son astronómicas. El llamado progreso ha traído la criminalidad a nuestros países ordinariamente tranquilos. Pero vemos que pasaba en el tiempo de Nuestro Señor, y que no es nada nuevo. Aquel hombre fue víctima de la criminalidad de su tiempo. ¿Cuántas veces no hemos visto actos delictivos y pasamos como si con nosotros no fuera? No ayudamos, no damos parte a la policía, porque no queremos vernos involucrados. En muchos casos, damos alerta y la policía se hace de la vista larga, porque en infinidad de ocasiones tienen la idea de que es mejor que a ellos no les pase nada.

Lo peor es que la llamada gente comprometida no hace nada tampoco. Al hombre le pasan por su lado un sacerdote, y un levita, que era de la casta de los sacerdotes también. Muchos clérigos pecan por estas situaciones. Hace unos días murió, de 93 años, una amiga, alguien a quien he catalogado como santa. Una mujer de fe, que pasó en su vida muchas amarguras. Vio morir a su esposo, a dos de sus hijos, y finalmente terminar sola en un hogar de ancianos. La visitaban sus hijos anualmente, venían de Estados Unidos. Ella nunca se quejó de su soledad. Mujer de comunión diaria, pasó sus últimos días en una cama, y nos dijo en una ocasión que los sacerdotes que daban la misa en el hogar de ancianos, uno de los cuales era su amigo, no pasaba por su habitación a llevarle la comunión. No nos lo dijo como chisme, sino como contestación a la pregunta que le hizo mi esposa de si comulgaba todos los días allí. La Iglesia como institución tiene en su seno muchas organizaciones que se solidarizan con los menos afortunados, pero en ocasiones pone demasiados obstáculos a la gente que quiere hacer caridad en su nombre. Se han escondido detrás de una burocracia inmensa que no deja pasar la espiritualidad. Muchos sacerdotes son más administradores que directores espirituales y les preocupan más los bancos donde se sienta la gente y el aire acondicionado del templo que promover la espiritualidad en la parroquia.

Al hombre lo ayuda un samaritano. Para los judíos, los samaritanos eran sus enemigos. Curiosamente, Cristo los pone como ejemplos en dos ocasiones más. Una es cuando vienen los diez leprosos a pedirles que los cure (Lc 17:21) y otra cuando habla con la samaritana en el pozo (Juan 4). En la primera, solamente el samaritano vuelve a darle las gracias después de que Jesús los ha curado y en la segunda, esta mujer reconoce en Cristo al mesías, cosa que no habían hecho muchos de sus compatriotas. El prejuicio es malo. Recuerdo un artículo que leí en un periódico de Puerto Rico. Un hombre les daba las gracias a unos residentes de un residencial público de San Juan ( a quienes mucha gente prejuiciada ve como ladrones y maleantes solamente), por haberlo ayudado cuando se le descompuso el auto. Él tenía miedo de que como se le había dañado en medio del residencial, allí vendrían y lo asaltarían. Contrario a esto, unos residentes se presentaron con herramientas y se lo arreglaron. Esto pasa muchas veces, que creemos mal de la gente. Los samaritanos eran gente común, como los judíos, pero tenían otras ideas, sobre todo religiosas, y eso los hacía enfrentarse. Vemos cómo Jesús nos dice que nuestros enemigos son asimismo nuestro prójimo, porque la esencia es la humanidad, no las creencias. Lo importante es el amor.

Fijémonos cómo el samaritano comparte con él su caballo después de haberlo curado. Lo pone en la hostería y le paga al dueño. Le dice que lo que él gaste de más, él se lo pagará a la vuelta. No hace excusas, de que él no puede pagarle, de que no es su responsabilidad. No dice que se lo paguen los que lo asaltaron, o el gobierno porque es de ellos el lugar donde lo asaltaron. Él se hace cargo. De eso es que debemos aprender. Hacer el bien sin mirar a quién, como dice el proverbio. Este relato nos enseña que todo el mundo es nuestro prójimo, que no importa lo que nos hayan hecho, hay que perdonar y bendecir. Sólo así cumpliremos con los mandamientos más importantes de la Ley.