martes, 30 de octubre de 2007

Tercer misterio glorioso: La venida del Espíritu Santo (Hechos 2: 1-21)

Como casi todos los misterios que quedan en el centro, éste tiene que ver con algo directamente relacionado con nuestra naturaleza espiritual. Antes vimos la coronación de espinas, y cómo se asocia a los pecados de la mente. Cristo la acepta para expiarlos. En lo misterios luminosos, el tercero es la predicación del reino y la llamada a la conversión. También tiene que ver con esa naturaleza nuestra que pide la salvación. En los gozosos, en el centro queda el nacimiento del Niño Dios. Y asimismo se asocia con ese nacimiento que debe darse en nosotros, para salvarnos.

En este misterio, Dios envía su Espíritu para darles a los apóstoles el conocimiento y la valentía que necesitaban para llevar la buena noticia a todas las naciones. El Espíritu protege a los discípulos. Hay que pedir diariamente el Espíritu a Dios, para que se convierta en nuestro protector. De la misma manera que sacó a Pedro de la cárcel, y a Pablo también, lo hará con nosotros a la hora de los problemas. El Espíritu es consolador, porque nos da la fortaleza para enfrentar los problemas del diario vivir. Nos da palabras para enfrentar a los no creyentes, y para demostrarles que nuestra vida tiene sentido, un sentido que nos viene no de la carne, sino de ese “viento recio”que sopla y nos lleva a cualquier sitio. Es el mismo espíritu que nos hace renacer a la vida, una vida de Dios. Es el mismo Espíritu que nos da el gozo de vivir.

Cuando los apóstoles hablan, después de que ha llegado el Paráclito, las demás personas que vienen de distintos lugares, los oyen hablar en sus propias lenguas. Se trata del fenómeno de hablar en lenguas, uno de los dones precisamente del Espíritu Santo. Se cuenta la anécdota sobre el padre Salvatore Lombardi, el fundador del Movimiento por un Mundo Mejor, que un día trataba de convertir a un turista norteamericano, y como no sabía hablar inglés, se valió de un traductor. Al rato de estar hablando con el turista, el traductor se fue. El padre Lombardi lo llamó y le dijo, “no te vayas, que todavía te necesito.” El traductor le contestó: “Padre, hace como quince minutos que está usted hablando inglés.” Ése es el don que nos da Dios cuando nos unimos a su Espíritu. Nos da asimismo la valentía de enfrentarnos al mundo, nos da la fuerza de combatir la tentación, de curar las enfermedades, de poder suplir al mundo con la abundancia. Sólo hay que pedir ese don al Creador, y lo tendremos todo para dárselo a los que lo necesiten. Dios no quiere que vayamos por el mundo en necesidad, y para eso nos da el Espíritu.

Ese mismo Señor, tercera persona de la Santísima Trinidad, nos conecta con la caridad, y nos hace ver que debemos ayudar al prójimo, que debemos sufrir unos por otros para que este mundo se arregle. Vemos en los versículos 42-47 de ese capítulo 2 de Hechos, la constitución de la primera iglesia y cómo aquellos primeros cristianos, movidos por el Espíritu, ponían todo a la disposición de los apóstoles, para que ellos lo repartieran según las necesidades de cada cual. Vivamos hoy la gracia que nos comunica Dios con su espíritu, para que al invocar el nombre del Señor nos salvemos.

jueves, 25 de octubre de 2007

Segundo misterio glorioso: La ascensión (Hechos 1:9-14)

La ascensión del Señor nos habla de muchas cosas. En primera instancia, las circunstancias que rodean este incidente maravilloso, nos explican la relación de Dios con el ser humano. Antes de partir hacia el cielo, Cristo come con sus discípulos, y les da unas últimas recomendaciones. Se nos parece esto a cuando un padre va salir de su casa, y les deja instrucciones a sus hijos(as) para que sepan cómo comportarse y cómo hacer las cosas bien. Les pide no apartarse de Jerusalén, porque dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo. Todavía en ese momento, hay discípulos que esperan que Jesús derroque el imperio romano y establezca el Reino de Israel. Aquí en la tierra, todavía muchos de nosotros esperamos lo mismo. No hemos entendido que Jesús no vino a eso. Lo culpamos del hambre en el mundo, de las enfermedades, de la pobreza, del abuso de los políticos y los administradores del orbe, de la perversión sexual, del materialismo. Y le preguntamos lo mismo: ¿Cuándo vas a instaurar el Reino de Dios? ¿Por qué no te vengas de esos malandros? ¿Por qué no te deshaces de ellos y nos entregas un mundo lindo sin defectos? Se nos olvida que Dios nos entregó un mundo lindo, y nuestra soberbia lo ha hecho feo. Hemos jugado a ser Dios, porque le creímos a la serpiente que el conocimiento del bien y del mal nos haría como Él. Y ahora estamos empeñados en descubrir todo para deshacernos de una vez por todas del que manda. Nos parecemos a los trabajadores de la viña que dijeron que si mataban al Hijo se quedarían con todo. Nos hemos creído esa patraña. Y hemos luchado por quedarnos con la viña. Hemos sacado a Dios de nuestros trabajos, de nuestras escuelas, y todo por la democracia, por el buen convivir. Todo, según nosotros, por el respeto. Tenemos que respetar a los que no creen en Dios, pero ellos no nos deben respetar a nosotros. Somos nosotros lo que debemos sacar a Dios. En las universidades no se puede hablar de Dios o de la religión porque eso es mezclar la Iglesia y el Estado. Ah, pero sí se puede hablar mal de Dios, o hablar de las filosofías que lo niegan. A un(a) maestro(a) no lo acusan por decir en una clase: “Yo soy ateo, y si Dios existe, que prenda la luz.” Y apaga la luz. Esa es su manera de presentarse. Nadie va al decano y le dice: “Mire, señor decano, el profesor(a) anda hablando mal de Dios en los salones de clase." Si la cosa es al revés, si el maestro se pone a hablar de Dios, y a decirles a los estudiantes lo buena que es la vida si se sirve a Dios, entonces lo llaman a capítulo, porque no puede predicar.

También hemos sacado a Dios de las comunicaciones. Los derechos de los que no creen tienen que ser servidos. Queremos que Cristo resuelva eso de golpe y porrazo, sin que medie nuestra conversión, sin que medie nuestra intervención. Es muy fácil decirle a Dios que lo haga sin nosotros, pero gozar del beneficio de esa intervención. Tratamos a Dios como tratamos a nuestro prójimo.

Así las cosas, Cristo nos interpela y nos dice que no podemos saber los planes de Dios, pero que nos dará las herramientas para enfrentarnos al mundo. Nos enviará al Espíritu, al Consolador, que nos hará sus testigos. Ya hemos hablado en las meditaciones anteriores de cómo conseguir esa gracia de Dios. Somos nosotros los llamados a instaurar el Reino de Dios en la tierra.

Después de decir esto, Cristo fue arrebatado y una nube lo cubrió. Esa nube nos recuerda siempre a Dios, por el AT. Es la nube de la protección del pueblo de Dios. Cristo se va, y deja a los apóstoles. No los abandona, pues ya les ha prometido: “Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” (Mateo 28: 20). No obstante, los discípulos se quedan mirando al cielo, y es un ángel quien los amonesta para que sigan adelante. Nos pasa lo mismo cuando nuestros padres y madres nos van dejando de la mano, y también nuestros maestros(as). Ya nos han enseñado, ahora esperan que nos enfrentemos al mundo. Seguir esperando que nos resolverán los problemas es estancarse en la vida. Ya Cristo había dicho lo necesario para que se salvaran y salvaran al mundo. Ese es nuestro compromiso. No podemos quedarnos encerrados en nuestras iglesias y en nuestras devociones, disfrutando de Jesús, como quería Pedro en la transfiguración. Hay que bajar al mundo y ser testigos del Señor. Cuando recibamos el Espíritu, ascenderemos como Él, y también ayudaremos a implantar en el mundo el Reino de Cristo Jesús.

martes, 23 de octubre de 2007

Primer misterio glorioso: La resurrección (Jn 20:1-18; Mt 28:1-8; Mc 16:1-8; Lc 24:1-11)

La resurrección es la esperanza gloriosa que nos ofrece Jesucristo. Su propia resurrección es signo inequívoco de lo que nos espera una vez muramos. Si es que morimos, porque la promesa de JC es que el que cree en Él, aunque esté muerto vivirá, y si está vivo, no morirá para siempre. La muerte, después de la resurrección, no tiene poder sobre el cristiano que ama profundamente a Dios. Le tememos a la muerte porque no sabemos cómo será el tránsito entre esta vida y la otra. Es lo mismo de siempre, miedo a lo desconocido. Cristo nos abrió las puertas. El concepto del Cielo, del más allá, es básicamente un concepto neotestamentario. En el AT no hay menciones, excepto las del sheol. Los profetas siempre decían que los muertos no alababan al Señor. Jesús se encargó de hacernos ver que existe un Cielo, que Él describe como moradas, moradas que Él nos guarda.

Al resucitar, Jesús no sólo nos abrió las puertas de ese Cielo que Él describe, sino que asimismo nos plantea que debemos hacer algo para ganárnoslo. No basta con decirle Señor, Señor, como dice en el Sermón de la Montaña. Tenemos que mantenernos activos en la caridad fraterna. Para los apóstoles, la resurrección resultó ser un súper acontecimiento, pues fue algo que no se esperaban. Cada vez que el Señor lo anunciaba, ellos se quedaban callados, o se preguntaban qué significaba aquello. Incluso sucedió que en muchas de las apariciones no lo reconocían. Sólo lo llegó a reconocer Juan en un momento dado. Creo que por su juventud, su inocencia. Pedro estaba demasiado embebido con el trabajo de la pesca para reconocerlo. Es lo que nos sucede a menudo. El Señor se presenta muchas veces ante nosotros, resucitado, en su cuerpo glorioso, y no lo reconocemos. Ese cuerpo glorioso puede ser el de un enfermo, el de un pobre, el de un necesitado de justicia, a quienes Cristo llama “bienaventurados.”

También se nos presenta en la Eucaristía, como les pasó a los discípulos de Emaús. Estuvieron con Él, compartiendo por el camino. El Señor les explicó las Escrituras, y cómo se decía lo que debía pasarle al Mesías. Luego de eso, partió el pan con ellos, y entonces lo reconocieron. ¿No estamos con Él cada domingo en el partir del pan? ¿No nos explica las Escrituras a través de sus ministros? ¿Por qué entonces no lo reconocemos? Ciertamente no lo reconocemos cuando salimos muchas veces a hacer lo mismo que hacíamos antes de entrar a la iglesia: hablamos mal del prójimo, pensamos mal de la gente, pisoteamos a nuestros/as empleados/as, mentimos, y luego juzgamos a los demás porque no van a la iglesia o no confiesan y comulgan.

La resurrección nos debe cambiar como cambió a los apóstoles. Luego de la crucifixión los apóstoles se escondieron por miedo a los judíos. Cristo se les presentó en aquel recinto y les comunicó el Espíritu Santo. Les dio el poder de perdonar pecados, y de ahí en adelante, estos discípulos cobardes se convirtieron en otras personas. Pedro murió crucificado de cabeza, después de haber negado tres veces al Señor, Juan casi muere en el exilio por predicar el Evangelio. Santiago murió despeñado desde un edificio. San Pablo, aunque no fue de los apóstoles originales, también dio la vida por Jesús. Eso, sin hablar de los milagros que hicieron después de que Cristo los bendijo aquel día: Pedro curaba con su sombra, Pablo resucitó a un hombre que cayó desde una gran altura a causa de haberse dormido durante uno de sus sermones. ¿Hemos pensado en ese poder que emana de la resurrección de Cristo? ¿Por qué en nuestro tiempo existen tan pocos milagros? Es que la fe se ha ido extinguiendo. El mismo Jesús se pregunta si habrá fe cuando Él vuelva. La fe la han ido sustituyendo la ciencia y la tecnología. Nos sentimos cómodos en nuestras casas, con aire acondicionado, con Internet, con teléfonos celulares, con toda clase de comodidades. ¿Nos cambia la resurrección de Cristo? ¿Permitimos que el Espíritu de Dios nos haga hombres y mujeres distintos, locos por predicar la Buena Nueva, o sólo vamos el Domingo de Ramos a buscar la ramita y el Domingo de Pascua vamos a la iglesia a lucir nuestras mejores galas?

Cristo no resucitó para que tuviéramos una fiesta social ese día, sino una fiesta celestial para que resucitáramos con Él. Para que nuestra vida fuera diferente a la de aquellos que no creen. Resucitó para decirnos que podíamos perdonar a la gente que nos hace mal, y que podíamos comunicar el Espíritu a aquellos incrédulos que necesitan una esperanza. Porque de eso se trata el pecado, de no entender la misericordia de Dios. Cristo nos ha puesto para que seamos la esperanza de los desesperanzados, la caridad de los que carecen de amor, y la vida de aquellos que sin saberlo han muerto a la eternidad.

Ése es el sentido de la resurrección. Cristo ha vencido a la muerte, y con ella, venció también al pecado. Vayamos con Él a dispersar el mensaje: “He visto al Señor, y me ha dicho grandes cosas.”

lunes, 22 de octubre de 2007

Quinto misterio doloroso: La crucifixión (Mt 27: 32-50; Mc 15: 20-37; Lc 23:33-38; Jn 19: 17-30)

Éste es para mí quizá el momento más absurdo y triste de la historia de la humanidad. Nunca he entendido, como no sea cuando me lo planteo desde el punto de vista político, cómo aquellos seres condenaron a muerte a una persona porque no se ajustaba a sus parámetros de vida. Y miento, sí se ajustaba. Lo que pasaba era que Cristo les dijo en la cara que sus prácticas de la Ley eran vacías, que no entendían las escrituras, que no sabían lo que era la misericordia. En fin, les dijo “sepulcros blanqueados.” Jesús amenazaba el poder y el control que los fariseos y los doctores de la Ley ejercían sobre el pueblo de Dios. Ellos se habían erigido como albaceas de los bienes del Reino. Les gustaba que los llamaran “doctores” y “maestros.” En muchas ocasiones Jesús los hizo quedar en ridículo, aunque fuera en menor grado. Ejemplos de esto fueron cuando le preguntaron sobre el impuesto: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.”O cuando le preguntaron sobre los mandamientos más importantes: “Amarás a tu Dios con toda tu alma y toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.” Estos “maestros” no soportaban cuando ese muchachito hablaba y la gente decía que hablaba con autoridad, no como los escribas y fariseos. Finalmente, como dijimos en los misterios anteriores, no se ajustaba a su idea de un mesías.

Todavía en la cruz Cristo nos alecciona. Tradicionalmente se celebra durante la Semana Santa el discurso de las Siete Palabras (que meditaremos más adelante y por extenso). Esas palabras de Cristo en la cruz nos dicen que no ha existido nadie como esta persona en este mundo. El camino del Calvario debe ser para nosotros símbolo de nuestros sufrimientos en la vida. Cristo cae tres veces, para simbolizar la infinidad de ocasiones en las que el cristiano caerá por muchas razones. Pero el Maestro se levanta cada vez. Nos alecciona a nunca cejar en nuestros propósitos de enmienda. Cuando los soldados toman a Simón de Cirene y lo obligan a llevar con Él la cruz, pensamos en que nos toca parte de esa obligación. Debemos ayudar a Jesús con su carga. Eso implica dar de comer al hambriento, vestimenta al desnudo, confort y apoyo a los reos y a los enfermos, oración por los muertos y los afligidos.

En la cruz Cristo demuestra perdón, solidaridad (al dejarnos a su Madre), tolerancia. La cruz se convierte en el símbolo de los cristianos por excelencia. Pablo dice que predica a un Cristo crucificado. Por eso lo usamos en cadenas, en nuestras oficinas y casas, porque nos recuerda el sacrificio del Señor, y porque nos alienta a sufrir con paciencia los vejámenes que nos hacen por practicar nuestra religión. Ser cristiano es cargar con esa cruz y dejarnos crucificar por el mundo. Crucificar en nuestros cuerpos los lastres que nos dejan el mundo y sus imágenes. Significa perdonar y tolerar a nuestro prójimo con sus defectos y virtudes, que no son ni mejores ni peores que los nuestros.

La cruz también implica saber que los delincuentes, como los ladrones que crucificaron al lado del Señor, también son seres humanos. Como el buen ladrón, se arrepienten de sus pecados y se ganan la gloria. Estos ladrones representan a las clases marginadas de este mundo: las prostitutas, los extraviados del sistema, etc. También a ellos Cristo les da la oportunidad de regenerarse. Y no los cuestiona. Cuando muestran el arrepentimiento, los perdona y les da la vida eterna en el acto, como hizo con aquel ladrón que le pidió que se acordara de él cuando estuviera en su reino. Fue un acto sencillo de fe. “Yo creo que Tú eres un rey y que me puedes beneficiar.” Se compara al acto de fe del centurión y de todos aquellos que se acercaban al Maestro para beneficiarse de su poder omnímodo.

La cruz y el sufrimiento también implican, que como en aquel momento, María estará a nuestro lado. No nos dejará si sufrimos por el Evangelio, o por su Hijo, o por Ella. De igual manera, saciará nuestra sed de justicia y equidad.

Cristo, al terminar nuestra vida, si hemos obrado conforme a sus enseñanzas, nos dejará decir, como Él, “Todo se ha cumplido. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”

jueves, 18 de octubre de 2007

Cuarto misterio doloroso: Jesús carga con la cruz (Mt 27:27-34; Mc 15:16-21; Juan 19: 2-5)

El camino de la cruz es digno de meditarse muy por extenso, y con mucha profundidad. Es lo que hacemos cuando leemos el Via Crucis durante la Cuaresma. También lo meditamos el Domingo de Ramos y el Viernes Santo. Jesús es enjuiciado con testigos falsos y obligado a decir cosas que Él no hubiera dicho si no se lo preguntan. Como decimos modernamente, le fabricaron un caso. No tenían nada contra Él, el mismo Pilatos así lo atestigua. Los fariseos y los doctores de la Ley inventaron aquello de que Él se proclamaba rey, y que no tenían nada más que a César por rey. ¿Se quiere mayor desfachatez que ésta? El pueblo judío había esperado por siglos a un mesías que lo liberara del yugo de Roma. Su esperanza era ésa. Jesús no se acomodaba a esa imagen.

Luego lo azotan y se burlan de Él. Le ponen la corona de espinas y lo llevan a crucificar. En el camino se cae tres veces, pero se levanta a latigazos. Se encuentra en el camino con las mujeres que lloran. Y les dice que no lloren por Él, sino más bien por ellas y por sus hijos. Lo que significa esta sentencia de Jesús es que si no se respeta la autoridad mayor, y les damos ejemplos a nuestros hijos e hijas, ¿qué podemos esperar?

Según la tradición, es en este camino cuando Jesús también encuentra a la Verónica, quien limpia su cara y a quien Jesús le deja impresa su imagen en el paño. Este paño se dice que está en el Vaticano, pero nunca se habla de él. No es como el manto de Turín, del cual se han hecho muchos estudios. Algunos estudiosos alegan que esto puede ser una leyenda, pues el nombre de Verónica guarda un símbolo: según ellos, significa “verdadera imagen” (veron ikon). Así que puede ser parte de una tradición, y no necesariamente un hecho verídico. Lo que sí nos dice es que Jesús nos deja su imagen para que le recordemos. Es lo mismo, de cierta manera, que hizo con la Eucaristía.

Más adelante se encuentra con su Madre. María ha tenido que soportar este espectáculo público que los romanos y los judíos han montado, todo por una cuestión política en el fondo: los romanos tenían miedo de una revuelta, tanto por parte de Jesús primero, como de los judíos, si no lo crucificaban. Sabemos que Jesús no había hecho nada más que bien: curó enfermos, multiplicó los panes, resucitó muertos. Sin embargo, era ese mismo poder el que ellos temían. “No encuentro ningún mal en este hombre,” había dicho Pilatos, a quien su esposa ya le había advertido. Por eso se lava las manos. No obstante, esta actitud no lo salva. Debemos aprender que cuando algo está mal, lavarnos las manos no basta con zapatearnos de la situación. Hay que hacer algo positivo. Pilatos pudo haberlo soltado, ya se lo habían dicho, y él mismo no hallaba ninguna culpa. Los cristianos somos así a veces. Dejamos que las cosas malas pasen y no tomamos acción. No tenemos que ser héroes y heroínas. Basta con pequeñas cosas. La oración es eficaz, así que pongamos en agenda todo aquello que necesite reparación, por terrible o imposible que parezca.

María tiene que sufrir este espectáculo porque sabía que ahí estaba la salvación del mundo. No discutía Ella con el Padre, Su propio Hijo no lo había hecho. Siempre fue fiel a la palabra de Dios, pero nunca abandonó a su vástago. Lo protegió cuanto pudo, pero al fin y al cabo, Él era el Maestro, el salvador del mundo. Él mismo había escogido ese camino cuando se encarnó. Imitemos a María en su obediencia a la palabra del Señor.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Tercer misterio doloroso: La coronación de espinas (Mc 15: 17-19).

La escena de la coronación de espinas tiene muchas ramificaciones. A la misma vez que coronan al Señor con aquel aparato de tortura, los soldados lo visten con una túnica púrpura, y se burlan de él. Es el mundo al revés del que hablan los teóricos literarios. El Señor de Señores como objeto de escarnio de sus propios súbditos. Todo esto ya había comenzado cuando lo llevan ante Pilatos. Herodes también se burla de él cuando le pide que haga algún milagro, como si de un mago se tratara. La cuestión de montar un espectáculo se encuentra aquí por todas partes.

No era la primera vez que un caudillo cae presa de sus propios seguidores. Bruto había traicionado a Julio César. No sería la última. Los redentores siempre terminan crucificados, reza el refrán. Los ejemplos son múltiples. Pero no es eso quizá lo más importante de este misterio. Jesús acepta la corona de espinas como un sacrificio para expiar los pecados de pensamiento de la humanidad. Es quizá lo mismo que pasó con la flagelación, que la aceptó por expiar los pecados del cuerpo.

Los seres humanos somos muy dados a pensar mal. “Piensa mal y acertarás,” dice un refrán. Así, nosotros desconfiamos casi sistemáticamente de la gente. Vamos por el mundo pensando que los demás quieren hacernos daño. Pensamos que nadie hace nada por nadie si no es por interés. Esa cualidad nos aleja de nuestro prójimo, porque no podemos poner en práctica aquel mandato de Cristo de “al que te pide, dale.” Y no damos porque inmediatamente nuestra mente comienza a fraguar toda clase de excusas: Los quiere para drogas, ¿por qué no trabajará?, que se busque a otra persona a quien coger de boba, etc.

Es en nuestra mente donde se cuecen los prejuicios. Casi siempre somos nosotros los perfectos. Los demás, que aprendan de nosotros. Los pobres son vagos, los ricos son corruptos, los médicos avaros, los abogados mentirosos, los viejos, anticuados, los jóvenes, peligrosos y vagos también, los negros, pillos, los homosexuales, pervertidos, las mujeres, estúpidas y chismosas, los hombres, infieles. Y así por el estilo, buscamos en la gente toda clase de defectos para justificar nuestra propia existencia.

La mente también crea el mundo que nos rodea. Así, vemos las cosas con el color que lo pintamos en nuestro cerebro. Nos levantamos y pensamos que el día nos irá bien o nos irá mal, y de esa manera actuamos. Hablamos de las cosas que nos salen al paso en la mente dependiendo de nuestra situación, y no tratamos de cambiarlas. Jesús siempre hablaba de amor, y creo que en ese sentido llenar nuestra mente de amor cambiaría radicalmente las cosas a nuestro alrededor. San Vicente de Paúl decía que no eran las cosas las que nos afectaban, sino nuestra percepción de las cosas. Y todo eso no es más que asunto de nuestra mente.

Por eso para cambiar nuestros pensamientos, debemos llenar nuestra mente de los preceptos de Dios. Dios nos dice en la Sagrada Escritura que si seguimos sus mandamientos triunfaremos en la vida. Lo repite de muchas maneras en el Antiguo Testamento. Jesús lo dice de otra manera, “el que me sigue obtendrá aquí el ciento por uno, y después la vida eterna.” La mejor manera de llenar nuestro espíritu y nuestra mente con las enseñanzas de Dios es leer por la mañana la Escritura, preferentemente los Salmos, donde se habla constantemente de la misericordia de Dios. Y por la noche, hacer lo mismo o terminar el día con una lectura motivadora, espiritual. Entrenémonos asimismo en pensar bien de todo, buscándole a cada cosa una razón de ser que no se base en el prejuicio.

Cristo sabía lo que implica la mente. Por eso, de alguna manera nos lo hace saber cuando dice que “el Reino de Dios está dentro de ustedes.” Sabía que nuestro interior guarda tesoros insondables. Así que hay que mantenerlo limpio. Si Él aceptó esa corona de espinas, fue para que comprendiéramos lo que nuestra mente puede hacer. No desechemos ese sacrificio del Maestro.

martes, 16 de octubre de 2007

Segundo misterio doloroso: La flagelación del Señor atado a la columna (Juan 19: 1; Marcos 15:15; Mateo 27:26)

De este evento se dice muy poco en la Escritura. Más se puede sacar de lo que pasó antes, que del mismo suceso en sí. Antes de esto, Pilatos ha preguntado al pueblo si quiere que suelte a su rey (como él mismo lo llama), o a Barrabás. Como ya sabemos, el pueblo elige a Barrabás. Este personaje no era lo que lo llaman los Evangelios. Había matado a uno, o se había cometido el asesinato durante una revuelta que él causó, pero no era un bandolero. Era un subversivo, que se oponía al régimen del Imperio. Su nombre, según Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret, significa “hijo del padre” (Bar Abba). Así que Barrabás era otra especie de mesías. Un mesías más apropiado para los judíos, porque hacía guerras, porque se oponía violentamente al sistema. Jesús, para ellos, significaba un apocado, alguien que se identificaba con la paz. Una persona que decía que quien era como un niño heredaba el Reino de los Cielos. Una persona que decía que el que odiaba a su hermano merecía la gehenna. En nuestros tiempos hemos descubierto que nos gustan los guerreros. El presidente Bush, el más guerrero de todos los presidentes que ha tenido Estados Unidos, ganó de manera apabullante su segundo término porque ya había metido al país en la guerra de Irak. Lo mismo pasó con Ronald Reagan en los 80. La gente decía que Reagan le había devuelto al país su orgullo. No nos gusta la paz que se obtiene por el diálogo. La paz hay que buscarla con la guerra. Los judíos no querían a una persona así para que los representara.

En el evangelio de Juan, antes de la flagelación se da el diálogo entre Jesús y Pilato. Un diálogo interesante en el que el Señor le hace ver que Él es un rey, pero que no tiene nada que ver con este mundo. Por eso mismo es que sufre. Sus compatriotas querían, como hemos dicho, alguien que se pareciera más a Saúl, a David, aquellos reyes que se presentaban en un país y lo asolaban. El reino de este mundo no es para Jesús. Él no vino a subyugar pueblos, ni a vengarse. Por esa razón lo azotan. Sus metas no son las nuestras. Las nuestras son adquirir cosas, tener sexo, vivir cómodamente, ganar infinidad de dinero, y no prestarle ninguna atención a quien necesita, porque seguramente se merece pasar pobreza. ¡Que se vaya a trabajar! No queremos un rey que diga que quien es testigo de la verdad lo sigue a Él. Si la norma en nuestras vidas es por lo general la mentira. Los sistemas han hecho de la mentira su regla de vida. Nos pasan el rolo con cargos que no existen en los contratos, con reglas que se inventan para ganar más dinero. Los contribuyentes se inventan dependientes que no existen para pagar menos. Muchos comerciantes alegan ganar una cantidad cuando en realidad se ganan el doble. Muchos empleados se roban materiales de las oficinas y las compañías con la alegación de que la compañía no lo necesita. Mucha gente en urbanizaciones y barrios abren las tomas de agua para bañarse en el verano, “porque esa agua no es de nadie.” Muchos maestros y maestras van a sus salones sin prepararse o faltan sistemáticamente un día a la semana para derrotar al sistema.

Incluso les enseñamos a nuestros hijos a mentir, porque “la verdad hiere.” Una vez vi a una señora estacionar su carro frente a la iglesia. De ella se bajó su hija, que no había ido a misa, y se paró en la fila con el boletín parroquial para que el sacerdote se lo firmara como que había asistido. Lo necesitaba para que en la escuela católica a la que iba supieran que ella era una católica práctica. ¿Y queremos que no haya políticos corruptos? Si nosotros mismos los creamos.

Somos los que flagelamos al Señor diariamente. Lo atamos para que no se mueva, para que se quede ahí mientras le pegamos, lo escupimos y le decimos que nos parece mejor alguien que hace algo por el mundo, que guerrea para que no haya terroristas, que mata a inocentes porque hay que parar a esos “asesinos.” Nos gusta que condenen a los reos a la pena de muerte, igual que los judíos de aquella época, porque tienen que pagar por lo que hicieron. Eso de “al que te pegue en la mejilla derecha, pone también la izquierda,” está bien para el cuentito de los evangelios, pero en este mundo no se puede ser así, porque te cogen de zuruma.

¿Para qué somos cristianos? Cristo es el Príncipe de la Paz que describen los profetas. Sus enseñanzas vienen para que este orbe adquiera verdaderamente la paz, la paz que no es de este mundo, la que Él nos trae. No sigamos propinándole azotes, no lo escupamos, ni nos burlemos de Él.

lunes, 15 de octubre de 2007

Primer misterio doloroso: La agonía de Jesús en el huerto (Mateo 26:36-46)

Éste es el misterio en el que Jesús, por primera y única vez, flaquea. Lo vemos angustiarse ante ese final que se acerca. Dice la escritura que de la misma manera que en la transfiguración, se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan. Les pidió que se quedaran con él, velaran y oraran. Ése es el principio de nuestras vigilias. Velar y orar, sobre todo, como dice Jesús, para no caer en la tentación. Para nosotros, parece ser una tarea muy difícil. Nos dormimos, nos cansamos. Lo mismo les pasó a los apóstoles. Cristo los amonesta y les pregunta: ¿No han podido velar una hora conmigo?

En un sinnúmero de ocasiones, nos pasamos una noche entera viendo televisión, o nos vamos de fiesta y regresamos en la madrugada. Cuando la adrenalina está así de alta, no nos da sueño. Sin embargo, cuando vamos a una vigilia de oración, nos quedamos dormidos de una. Recuerdo hace mucho tiempo cuando hacíamos retiros, de jóvenes. Como nos quedábamos hasta tarde en las conferencias, la mitad de los participantes se dormían en medio de las conferencias de la noche. Pero cuando se iban a los dormitorios, la conversación no paraba hasta las 2:00 o las 3:00 de la madrugada. ¿Por qué somos tan perezosos para las cosas de Dios? ¿Por qué el sueño es solamente cuando necesitamos hablar con el Señor?

Cristo le pide al Padre que si se puede, no deje que pase este sufrimiento de morir en la cruz. Se lo pide por tres veces, “diciendo aún las mismas palabras.” ¿Qué es el sufrimiento, y para qué sirve? Siempre pensamos que sufrir es gratuito. Cristo sufrió por nuestros pecados. Así que el Dios de la Gloria, que se encarnó para salvarnos, no escapó del sufrimiento. San Pablo dice que terminamos en nosotros los sufrimientos o la pasión de Cristo. Esto significa que cuando Dios permite que suframos resulta conveniente para algún o algunos seres humanos. Por eso no existe para la Iglesia la eutanasia, porque no sabemos para qué ha designado Dios ese sufrimiento por el que pasa esa persona en ese momento. Cuando quitamos la vida a un ser humano por esa razón quizá estemos obstaculizando el proceso de salvar un alma o aplacar los sufrimientos eternos de otras. Una práctica saludable espiritualmente se traduce en que cada vez que suframos algún revés en nuestra vida, lo apliquemos por alguna noble causa. San Luis María Grignon de Montfort le decía a la Virgen que usara sus sufrimientos para lo que Ella los necesitara. Así, poco a poco, iremos entendiendo los diversos malestares que nos aquejan. Si Cristo no se pudo salvar de ese sufrimiento mayor, de esa gran humillación, par salvarnos, creo que podemos sufrir con alegría o sin disturbios emocionales aquellas situaciones en las que pasamos algún mal de este mundo. Job es un magnífico ejemplo de lo que le sucede a la gente que decide andar con el Señor.

Lo importante es que Cristo le dice al Padre que se haga su voluntad. No sabemos cuál es la voluntad de Dios para nosotros. Es menester pedirle al Espíritu Santo que nos ilumine cada día para saber qué Dios quiere de nosotros. Por el momento nos puede bastar el consejo que les dio una monja a mis estudiantes de décimo grado hace más o menos 24 años: “Hacer la voluntad de Dios es hacer lo que tienes que hacer cuando lo tienes que hacer.” Miremos nuestra vida, ¿qué es lo que nos toca hacer? Hagámoslo con amor, con honestidad, con disciplina. Haciendo esto evitaremos que llegue el que va a entregar al Señor.

viernes, 12 de octubre de 2007

Quinto misterio luminoso: La institución de la Eucaristía (Mt 26:26-29; Mc 14:22-25; Lc 22:19-20)


Este momento se cuenta, como vemos, en tres de los Evangelios, los llamados sinópticos. La escena es sencilla, Cristo comparte con sus discípulos la última noche antes de padecer. Ya se la ha anunciado varias veces durante su caminar: será entregado en manos de pecadores, lo condenarán a muerte, y luego resucitará al tercer día. Los apóstoles no entendieron aquel mensaje. Era obvio que esperaban a un mesías político, o guerrero. No concebían en su mente la posibilidad de que aquel ser tan poderoso, que podía curar a los enfermos, dar de comer a las multitudes, resucitar muertos, fuera a morir a manos de una serie de gente que ni siquiera entendía su mensaje. Nosotros no somos tan diferentes de los apóstoles. Me parece que a veces para nosotros también Cristo es un personaje de una historia, no el Dios real que puede salvarnos. Por lo menos los apóstoles sabían de su poder, lo habían atestiguado. Ahora el Maestro les decía que tenía que morir.

Todo se dispone, y esa noche, casi vemos la liturgia abrirse ante nuestros ojos. Cantaron salmos, Cristo les explicó lo que estaba haciendo, y partieron el pan. Las palabras de Jesús son las mismas que repetimos cada domingo en la misa: "Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre. Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y todos los seres humanos para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria mía." En cada misa, el sacrificio de Cristo se repite, como si nos encontráramos en ese momento. Ya no es cruento, no se derrama sangre, pero para Dios Padre, ésa es la señal para no destruir al mundo. Es la señal de que su Hijo pagó por este mundo para que se salvara. El secreto de la Eucaristía está en que es el cuerpo real de Cristo, junto con su sangre, como un cuerpo cualquiera. Y así paga siempre por nuestros pecados. La eucaristía es al alma lo que la comida es al cuerpo: es nuestro alimento espiritual. Si lo hacemos cada día y recordamos esa escena, Cristo se interna en nosotros para darnos la salud del alma, lo mismo que pasa con los alimentos. Ya dijimos que fue una de las dos locuras del Señor. Se quedó entre nosotros, es el pan nuestro de cada día. Jesús no nos abandonó, como les pareció en primera instancia a los discípulos. Se quedó para siempre entre nosotros de una manera concreta. El Santísimo Sacramento del Altar está ahí para que lo vayamos a visitar diariamente. Una visita diaria nos da la fuerza para continuar el día, nos aclara la mente y el alma, nos ayuda a visualizar los problemas de una manera diferente. Hasta nos auxilia en nuestros proyectos cotidianos.

Ese pan que Jesús convirtió en su cuerpo ha hecho innumerables milagros. Tantos que no se pueden contar. Se dice de santos que sólo se han mantenido con la eucaristía por toda la vida desde que decidieron abandonar el mundo. En Francia, en el siglo XIII, mientras decían la misa, el pan se convirtió en un pedazo de carne, y en ella apareció la cara de Jesús. Alguien, asombrado, fue y le dijo al rey, San Luis IX, "su majestad, Cristo se ha aparecido en la comunión." Y el rey santo respondió; "Pues bien, que vayan y vean los que no creen." Hace algunos años, en mi parroquia pasó algo también. Habían desahuciado a una persona por una enfermedad del corazón. Un día, éste le pidió al sacerdote entrar al Santísimo a hablar con Él. El sacerdote lo dejó entrar, y allí estuvo dos horas. Todavía sigue vivo, y va a misa todos los domingos. Tenemos que saber que la Eucaristía es el centro de la vida del cristiano. Hay que honrarlo en el Santísimo, celebrar con Él su locura de amor.

Después de haber instituido este sacramento de amor, el Maestro se somete a la humillación de la Cruz. Amor y perdón, los ejes del cristianismo.

Pensemos cada día en este acontecimiento. Vayamos a darle gracias a Jesús por acordarse de concretarnos su amor. Visitémoslo, para que Él sepa que lo amamos, y que agradecemos su misericordioso acto. Sólo así podremos decir, cuando Él entre en nosotros, "no soy yo, es Cristo quien vive en mí."

jueves, 11 de octubre de 2007

Cuarto misterio luminoso: La transfiguración del Señor (Lc 9:35)

El evangelio de la transfiguración nos impacta por su contundencia y por su revelación gloriosa. Jesús nos lleva con Él, al igual que hizo con Pedro, Juan y Santiago. Esta compañía que Jesús elige me comunica que de alguna forma el Señor también nos separa de la multitud por alguna razón. Eso es lo que me hace pensar que la jerarquía en la Iglesia tiene sentido. De 72 discípulos, Jesús elige doce, y de esos doce, los que siempre lo acompañan, son tres. Me propongo esto como una amistad. En nuestra vida existen demasiadas personas como para contarlas, parientes, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, etc. No elegimos como compañía a todos. Separamos a una gente por su importancia en nuestro caminar por este mundo. Cristo sabía que su iglesia (comunidad, en griego) necesitaría unos guías. En el momento de la multiplicación de los panes y los peces, el evangelista dice que Jesús se apiadó de la gente porque estaban como “ovejas sin pastor.” ¿Qué debemos hacer para estar al lado del Maestro siempre? Ya lo hemos visto a través de esta meditación del Rosario: tener fe, orar, seguir los mandamientos, perseverar, ser caritativos. Probablemente esas prácticas nos asegurarán que Cristo se transforme ante nosotros, como hizo con Pedro, Juan y Santiago.

Cristo se transforma mientras ora. Este fenómeno es común también en los santos. No que se transformen como pasó con el Señor, pero sí que cuando la oración es profunda, sufren un cambio tanto espiritual como físico. Se dice que San Martín de Porres levitaba mientras oraba. Santa Teresa de Jesús caía en un estado místico de arrobamiento que le permitía ver y sentir la pasión del Señor. Lo mismo sucedía con San José de Cupertino: se levantaba del suelo en el momento de la oración. ¿Es nuestras oración tan efectiva que logra que pasemos por esa clase de transformación, o sólo nos limitamos a rezar mecánicamente las devociones que hemos aprendido toda la vida, sin darle siquiera pensamiento a lo que estamos haciendo? ¿Conversamos con Dios, y lo miramos cara a cara como Moisés, o pensamos siempre que no somos dignos de ni siquiera hablarle?

El que se le vuelva tan blanco el vestido a Jesús nos comunica que la oración también logra que nuestros pecados se disuelvan. La oración es el salvoconducto de la fe. A la vez que oramos esas palabras que pronunciamos entran en nuestro espíritu y poco a poco lo transforman, lo limpian, lo asocian con la divinidad y permiten el libre flujo de la gracia por nosotros. De ahí que quienes se aparecen sean Moisés y Elías, representantes de lo más excelso de las creencias de los judíos: la Ley y los Profetas. ¿Qué implicará esta aparición? La oración nos da la fuerza para cumplir con los mandamientos y nos deja meditar sobre las enseñanzas de los profetas que tenemos en nuestro tiempo. Y si creemos que no hay profetas, nada más tenemos que mirar a nuestro alrededor y fijarnos en las grandes héroes de la fe: Juan Pablo II, la Madre Teresa de Calcuta, Martin Luther King, Carlos Manuel Rodríguez. Además de estos portentos, existen escritores religiosos que con su palabra aleccionadora nos sirven de profetas: Carlos Vallés, Henry Nowen, Anthony de Mello. Hoy día también los libros del papa Benedicto XVI nos enseñan cuestiones importantes sobre la fe.

Los tres apóstoles atestiguan esta transformación de Jesús, que avala su divinidad, y también ven a sus dos acompañantes. Nuestros ojos de la fe deben entrenarse para ver la gloria de Dios. La mejor forma lo supone la compañía constante del Maestro. Poco a poco hemos aprendido qué debemos practicar para que Jesús permanezca en nuestro espíritu: la oración, la caridad, el perdón. Otra costumbre que hay que cultivar es la visita frecuente al Santísimo Sacramento del altar. Nuestro Señor cometió dos locuras antes de partir nuevamente para el cielo: la eucaristía y la cruz. Se quedó con nosotros para acompañarnos. De manera que también nos toca acompañarlo a Él. Esa visita diaria o semanal se hace necesaria para cultivar la amistad de Dios. Nos dará la visión que se requiere para pasar a esa dimensión donde veremos la Gloria de Dios.

Finalmente la admonición de Dios de que Éste es su Hijo y hay que escucharlo, no puede caer en saco roto. María nos dijo: “Haced lo que Él os diga,” y hoy el Padre nos dice: “Escuchadle.” Jesús nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” ¿Hay otras directrices para salvarse? Ahí están todas. Cuando todo eso pase, quedaremos como Pedro: “Que bien se está aquí, Maestro.” Y como él, no querremos salir de ese arrobamiento, porque probar la Gloria aquí nos fortalecerá para pasar cualquier prueba.

“Por aquellos días, no contaron nada de lo que habían visto,” termina este pasaje. Pero lo contaron. Lo sabemos porque nos hemos enterado. Lo sabemos porque los discípulos dieron testimonio de haber estado con el Señor de los Señores, el Elohim del AT, el Creador del Universo, la Palabra de Dios hecha carne. Lo sabemos porque su miedo se disipó, porque no se quedaron en el Monte Tabor viendo la figura transformada de Cristo, porque no se quedaron mirando al cielo después de la Ascensión. Lo sabemos porque anunciaron a los cuatro vientos que Cristo es el Señor, para Gloria de Dios Padre. ¿No debemos hacer nosotros lo mismo? Que la transfiguración del Señor sea aliciente para nuestro apostolado, como lo fue para Pedro, Juan y Santiago.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Tercer misterio luminoso: La predicación del Reino y la llamada a la conversión (Mc 1:15; 2:3-13)

De todos los misterios del Rosario, éste se erige como uno de los más abstractos. No se parece en estructura ni temática a los otros que hemos visto. Cristo, aquí, nos invita a convertirnos: “…el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en el Evangelio.” Es una llamada sencilla, pero que nos dice mucho. Ya en otro momento, Jesús nos ha explicado que su seguimiento consiste en negarse a uno mismo. Lo que implicaría andar en el espíritu. También nos ha dicho que el Reino de Dios está dentro de nosotros. La buena nueva consiste en saber que somos salvos por la misericordia de Dios y el sacrificio de Nuestro Señor.

En un segundo evangelio asociado a éste, se nos cuenta de la curación del paralítico. Unos hombres han traído a un enfermo para que Jesús lo cure, y lo bajan por el techo, porque hay demasiada gente oyendo al Maestro. Cristo, al ver la fe de sus amigos, le perdona al hombre sus pecados. Ante la duda de los fariseos de si Él puede perdonar pecados, entonces Jesús lo manda a levantarse y a llevarse su camilla. Si examinamos de cerca este pasaje, encontraremos que las señales de que el reino está cerca, se encuentran presentes ahí. En principio, una señal auténtica de que tenemos en Reino entre nosotros es la fe. Cada día vemos cómo más y más personas buscan de Dios. Nuestras vidas están vacías si no tenemos al Creador junto a nosotros. Practicar la fe cada día de nuestras vidas se hace imperioso para traer el Reino a nuestra existencia. Lo hacemos cada vez más íntimo si confiamos plenamente en Dios. La segunda señal es el perdón de los pecados. Para los fariseos y los demás judíos que seguían la Ley, el perdón de los pecados radicaba en una serie de prácticas rituales: sacrificios cruentos de animales, o sacrificios personales que estaban prescritos en la Torah. Para los cristianos basta el sacramento de la reconciliación, el arrepentimiento, porque Jesús se llevó el resto con su sacrificio cruento en la cruz, y eliminó esa práctica. La penitencia que se nos impone en la confesión es simbólica, en tanto y en cuanto no es sólo eso lo que conlleva el sanarte del pecado. Para que el pecado no afecte nuestra vida debemos arrepentirnos y proponernos efectivamente no pecar más. Salir de la confesión con la determinación de seguir haciendo lo que hacemos nos garantiza la infelicidad y el infierno. Cristo mandaba a la gente a no pecar más después de curarlos, o después de perdonar alguno de sus pecados. Y por último, Cristo es el maestro. Los profetas decían que en los últimos tiempos nos dejaríamos enseñar por el mismo Dios. Ahí está la prueba. El Dios encarnado es quien nos dirige en nuestro caminar espiritual.

Para lograr que ese Reino venga a nosotros, como reza el Padrenuestro, debemos mostrar fe, arrepentirnos de nuestros pecados, convertirnos y dejar que Jesús entre en nuestras almas con su predicación de amor a Dios y a nuestro prójimo.

martes, 9 de octubre de 2007

Segundo misterio luminoso: Las bodas de Caná (Jn 2: 1-11)

Si seguimos con la línea de los misterios anteriores, vemos que este es el primer milagro que hace Jesús en su vida pública. Y lo hace en atención nada más y nada menos que de su madre. Como madre al fin, María se da cuenta de una vergüenza que pueden pasar los novios y la familia en una boda a la que está invitada. Jesús está asimismo invitado a la boda, y está allí con sus discípulos. Aparentemente no se ha dado cuenta del problema, y María se lo dice: “No tienen vino.” Vemos cómo Jesús trata a la Virgen: “Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí. No es aún llegada mi hora.” En un contexto como el nuestro, esto hubiera sido una falta de respeto, porque es como decirle a nuestra madre, ¿qué me importa a mí eso? Eso es problema de ellos. La respuesta de María nos indica que ella sabía el lugar que le correspondía como mujer en la sociedad judía, pero sabe que ella es la madre, y que el hijo está para obedecer. “Haced lo que Él os diga.”

Esta primera parte del misterio nos coloca nuevamente en el tema de la humildad, como en los anteriores. Por un lado, Jesús es el maestro, el Dios de la Gloria encarnado, pero que obedece a su madre terrenal, como lo hizo aquella vez hace mucho tiempo en el templo. María, por otro lado, es la criatura que ante el Dios Glorioso no se echa hacia atrás e intercede para que se resuelva este percance. Una segunda lección que aprendemos es que no debemos temerle a Dios a la hora de pedir por el prójimo. Aun cuando Cristo la amonesta de cierto modo, la Virgen insiste, da por sentado que Dios encarnado en su Hijo le hará el milagro. Y la tercera lección es la fe. Como el centurión, como la hemorroísa, como el ciego, como la mujer cananea que le dice que los perros comen de las migajas que caen de la mesa de los amos, María pide como si ya le hubieran hecho el milagro. Deja atrás el miedo, la pusilanimidad, para que aquello que necesita se dé por hecho. Una cuarta lección de este pequeño pedazo del misterio es que María nos dice que tenemos que hacer lo que su Hijo diga. No se adjudica el milagro. Su Hijo es el importante. Su trabajo es un trabajo callado, pero efectivo.

La Virgen es nuestra intercesora ante Jesús. Jesús es el Dios de la Misericordia. Cuando tengamos problemas propios o ajenos que queramos resolver, acudamos a la Virgen. Ella se lo dirá a su Hijo y Él nos lo concederá.

El milagro del vino comporta otros temas que debemos auscultar. Jesús es el dueño de la abundancia. Como en el milagro de los panes y los peces, nos damos cuenta de que no faltaría nada en el mundo si nos diéramos cuenta de quién dispensa los bienes. Siempre queremos hacer las cosas por nosotros mismos. En muchos casos, eso no es posible. Aprendamos que hay una fuente inagotable, Dios. Los problemas serían menos problemas si comprendiéramos el poder de Dios. María así lo entendió y se puso en manos del que podía darle lo que ella quería. Es probable que creamos que todo lo sacamos de nuestro trabajo, de nuestro talento. Pero la realidad no es esa. Es Dios quien suple nuestras necesidades, nadie más. Sí tenemos que hacer por el prójimo, pero cuando no esté a nuestro alcance, acudamos a Dios. Fue lo que hicieron los apóstoles durante la multiplicación de los panes. Cristo les dijo: “Dadles vosotros de comer” (Mt 14:16). No obstante, ellos replicaron: “No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces” (Mt 14: 17), como quien dice, ¿qué vamos a hacer con tan poquito? Y es entonces cuando Jesús entra en acción.

En este misterio las lecciones de fe en el poder de Dios y en la intercesión de María son claras. Aun cuando alguna gente crea que María no tiene ningún poder, sería justo preguntar, ¿quién no le hace un favor a su madre? Sólo un hijo malagradecido le negaría un favor a su mamá. Jesús se porta como el buen hijo que es, y así nos enseña que si acudimos a su Madre, Él nos hará muchos favores. De ella aprendemos que sólo la humildad, la fe y la perseverancia nos conseguirán frutos espirituales sin término.

lunes, 8 de octubre de 2007

Primer misterio luminoso: El bautismo del Señor (Mateo 3:13-17)

Seguimos con la vida de Cristo en orden cronológico. El bautismo de Cristo nos introduce en una nueva fase de su vida. Han pasado 18 años desde que se perdió en el templo. Ha estado aprendiendo en su casa, en la sinagoga, con la meditación diaria de la Sagrada Escritura. Como decía el misterio anterior: “Creciendo en gracia y en sabiduría.” Ahora se presenta ante Juan para ser bautizado. La primera actitud en este relato es la humildad de Juan. “Soy yo quien debe ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?” (14). A lo largo de todos estos misterios vemos cómo la humildad es la cualidad esencial para adquirir sabiduría y el favor de Dios. Isabel reconoce en una adolescente a la Madre de Dios; María ayuda a una anciana a estar mejor durante su embarazo; Cristo obedece a sus padres aun siendo Él superior a ellos. Y ahora esto. Juan, “la voz que clama en el desierto,” le dice a Jesús que Él es superior.

¿Cómo podemos ser humildes? La mera palabra, para muchos, es ofensiva. Humilde en algunos casos significa “indigente.” En otros, y para muchos, significa ignorante, cobarde, poca cosa. No entienden que la humildad no se trata de eso. Cristo la define muy bien cuando en el Sermón de la Montaña nos dice: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5:44). Asimismo nos señala: “Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres…” (Mt 6:2). Por último, también nos dice: “Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5:23-24). Para mí, el colofón de esta lección de sabiduría viene cuando el Maestro habla sobre la ley del Talión: “No resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra, y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado” (Mt 5:39-42).

Cristo, en este misterio, se presenta humilde, pues le dice a Juan que hay que respetar la Ley, que hagan lo que está mandado. Ya hemos visto cómo José y María obedecían la Ley, y hacían lo que estaba prescrito. Enseñaron a su Hijo a cumplir con ella también. Ahora Jesús no se ensoberbece de ser el Escogido de Dios. Antes se muestra sumiso ante alguien que es inferior a Él, porque es su criatura. ¿Cuántas veces no hemos sido humildes? ¿Cuántas veces no damos al que nos pide porque decimos que lo quiere para drogas, o lo mandamos a trabajar? ¿O incluso le decimos cosas como “Cristo te ama,” para demostrarle asimismo nuestra superioridad? ¿Cuántas veces no perdonamos al hermano porque lo tildamos de hipócrita? ¿Y nosotros qué somos en ese caso? La humildad es en extremo difícil. Si practicamos ese programa que Jesús nos pone en el Sermón de la Montaña avanzaremos en nuestra vida espiritual.

Aun nos queda, no obstante, otro aspecto. El Espíritu Santo se posa sobre Cristo para que sepamos quién es Él. También el Padre habla desde el cielo para decirnos que es en Él sobre quien están puestas sus complacencias. Esto significa que Jesús es la vara con la que nos debemos medir. Siempre que haya una duda moral o espiritual, debemos preguntarnos: ¿Cómo lo haría Cristo? ¿Humillaría Cristo a un mendigo? ¿Se burlaría de una prostituta? ¿Rechazaría a alguien por cualquier condición social? ¿No perdonaría a alguien y se excusaría: “Sé que esto no está bien, pero no puedo hacerlo de otra manera”? Cristo es el camino, la verdad y la vida, ya lo dijo Él mismo. Si queremos ser como Él debemos imitarlo en su humildad ante las cosas de este mundo, ante las personas. Tenemos, como cristianos, que negarnos a nosotros mismos. La naturaleza humana pide a gritos cosas que no están bien, y por eso hay que decirle que no. Auscultemos los siete pecados capitales y las virtudes que se les oponen. Es el mejor programa que podemos usar para ser “perfectos como nuestro Padre en el cielo es perfecto.”

jueves, 4 de octubre de 2007

Quinto misterio: El Niño perdido y hallado en el templo (Lc 2:40-52)

Este episodio abunda en coordenadas importantes para nuestra vida. Dice la Escritura que “el Niño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría y la gracia de Dios estaba con Él.” Nuestros hijos crecen cada día, los vemos asimismo fortalecerse. No siempre los vemos llenarse de sabiduría. Habría que buscar las razones por las cuales esto no sucede siempre en nuestras familias. Cada día más vemos cómo los jóvenes se alejan de Dios y de la Iglesia por perseguir las fantasías de este mundo. Piensan que lo único importante consiste en la popularidad, el placer, el dinero, el sexo. La sabiduría no llega sola. El Evangelio que nos relata este misterio nos dice que los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Si extrapolamos esta información y la aplicamos al día de hoy eso significaba que en la casa en la que Jesús moraba se vivían las verdades de la fe judía. ¿Cuántos de nosotros les damos a nuestr@s hij@s este ejemplo? He visto familias que bautizan a sus hijos como una especie de iniciación en la vida social y no en la cristiana. El bautismo de un bebé en muchas ocasiones sirve a sus padres para hacer una fiesta e invitar a los familiares y amigos. Después de esto, no los llevan a la iglesia, ni les comunican la palabra de Dios. Para que nuestr@s hij@s adquieran esa sabiduría que tenía Jesús, debemos imitar a la Sagrada Familia. De esa forma, con la participación activa en la misa, en la oración, en las devociones, en las obras de caridad y en el estudio de las Sagradas Escrituras, su mente y su espíritu se llenarán del Espíritu de Dios.

José y María se angustian de haber perdido a Jesús en la caravana. Inmediatamente salen a buscarlo. Pensaron que estaría con sus parientes, pero no estaba. Ellos, como cualquier ser humano, creyeron que el Niño estaría seguro entre la gente conocida. La diferencia entre ellos y otros padres es que la seguridad de que eso era así provenía de que la educación que le habían dado a su hijo proveería para que no se perdiera o estuviera con la gente equivocada. Y así mismo fue. Jesús estaba entre los Doctores de la Ley, en el templo. En el lugar al que sus padres lo llevaban cada sábado. Haciendo preguntas sobre lo que oía diariamente en su hogar, la palabra del Señor. Éste es otro ejemplo que tenemos que seguir: debemos enseñar a nuestr@os hij@s con qué gente deben reunirse, y qué lugares frecuentar. La casa del Señor es el mejor lugar para que estén. Jesús se encontró allí. Hoy día los lugares preferidos de muchos jóvenes no son las iglesias ni los lugares de culto: son las discotecas, los cines, los pubs; en algunos casos los prostíbulos. ¿Qué sabiduría se encuentra en esos lugares? El cine y la literatura muchas veces pintan esos lugares como imágenes del infierno. No porque el infierno sea así, sino porque son lugares en los que no se aprende nada bueno, y lo que te llevas para la vida si estás siempre ahí son vicios y malas costumbres. No quiere decir esto que alguna que otra vez no vayas a un pub o a una discoteca. Lo malo es que ésos sean los únicos lugares que frecuentes y no salgas de ellos. En la meditación anterior vimos cómo Ana la profetisa no salía del templo haciendo ayuno y oración, y eso le permitió ver a Dios.

Después de lo que encuentran, la respuesta del Hijo los deja perplejos y no la entienden. ¿La casa de Mi Padre? ¿A qué se refiere con eso? Se preguntarían. Para José y María esto debió ser, como para nosotros puede ser, el darse cuenta de que su Hijo desarrollaba ideas propias. La sabiduría engendra esto. Si piensas siempre en las cosas de la vida, de la existencia y de Dios, Él mismo se encargará de que desarrolles una magnífica conciencia de lo que atañe a Él. Quizá no se dieron cuenta de que su educación rendía frutos. Si enseñamos buenos valores a los jóvenes, darán frutos de independencia de carácter, de humanidad, de solidaridad. Si les enseñamos que el mundo gira alrededor de ellos, y que lo único importante es su persona, crearemos monstruos de egoísmo, que sólo pensarán en cómo sacar provecho de los demás.

Al final de la escena vemos cómo Lucas nos relata que Jesús bajó con ellos y les estaba sujeto. A pesar de su clara conciencia de vocación, el Niño Jesús entiende la autoridad. Sus padres son eso, la autoridad. No se le ocurre decirles que ahora se quedará en el templo para siempre, ni que como Él tiene un Padre mayor y con más poder que ellos, el no tiene por qué obedecerlos. Toda autoridad proviene de Dios, dice San Pablo, y debemos enseñar a nuestr@s hijos a obedecerla. No hacerlo implica que cuestionarán hasta nuestra propia autoridad. Implica que romperán las leyes pensando que el mundo tiene que ajustarse a su propio concepto. Y entenderán que cuando los castiguen por cometer algún delito, será una injusticia.

La lección de este misterio es clara. La mejor crianza consiste en enseñarles a l@s hij@s el camino de Dios. “Busquen el Reino de Dios y todo lo demás se les dará por añadidura,” dice Jesús. ¿No va a ser cierto?

miércoles, 3 de octubre de 2007

Cuarto misterio: La presentación del Niño en el templo (Lc 2:22-39)

Cuando meditamos en este misterio, pensamos en cuando bautizamos a nuestros hijos. Nuestra intención es consagrarlos al Señor, porque de alguna manera así los protegemos del mal, y agradecemos a Dios todas las cosas buenas que nos da. María y José presentan al Niño y ofrecen dos tórtolas, signo de que no podían ofrecer nada más. No obstante, ¿qué más podían ofrecer si le han ofrecido a Dios su propio Hijo? Esto me hace pensar en que muchos padres y madres se molestan con sus hijos e hijas porque deciden dedicar sus vidas a Dios. He visto esto en familias que se dicen cristianas y que se pasan media vida en la iglesia. Tan pronto alguno de sus hijos decide convertirse en sacerdote o religiosa, comienzan las peleas. Y todo se debe a que creen que no van a tener nietos o nietas, o porque pierden a sus hijos. Todo lo contrario, cuando damos a Dios lo mejor de nosotros, en este caso nuestra propia carne y sangre, Dios nos devolverá mucho más, porque hemos confiado en Él. Fue lo que le pasó a Job. Job lo perdió todo, incluso a sus hijos, pero el Señor se encargó de que tuviera el doble de lo que había perdido, por su fe.

María se enteró allí de que su Hijo sería una bandera de contradicción. Se enteró de que una espada atravesaría su corazón. ¿Cuántas veces no nos pasa a los padres y madres que un hijo nos da un gran dolor? Creo que siempre. Ser padres y madres implica una gran responsabilidad, un gran amor. Todo lo que les suceda a nuestros hijos nos duele a nosotros. ¿No hemos sufrido cuando un hijo se enferma? ¿O cuando está triste porque ha sacado una mala nota, o su novio/a lo/a ha dejado? María tuvo que tener estos sucesos en su vida. En la película de Mel Gibson, “La pasión del Cristo” hay una escena cuando María se encuentra con Jesús camino del Calvario. Ella le acaricia la cara, y piensa cómo cuando Él era pequeño ella lo levantaba cuando se caía y le curaba sus pequeñas heridas. También vemos otra escena cuando Jesús acaba de terminar una mesa y ambos bromean, charlan y ríen. Nuestros hijos e hijas son el amor de nuestras vidas, los queremos por encima de todo, pero pueden darnos algunas tristezas. La de María fue suprema porque fue entregar al hijo de sus entrañas por la salvación del mundo. En eso la Virgen se pone por encima de Abraham, a quien Dios le pidió a Isaac en sacrificio, pero después desistió porque se dio cuenta de cuánto el patriarca amaba a Dios.

Tanto Simeón como Ana la profetisa dan testimonio de que han conocido al Mesías. Ese niñito que han traído al templo es el Hijo de Dios, el salvador prometido del mundo. Al igual que con los pastores, Dios se lo revela. Simeón, según la Escritura, era un hombre “justo.” Y por eso vio a Dios. Ana pasaba sus días en el templo, con ayunos y oraciones, y vio a Dios. En este sentido, se confirma lo que decíamos en el misterio de la Anunciación, que hallaremos gracia ante los ojos de Dios si cumplimos con sus mandamientos. A esto se añade que debemos mantener una comunicación perenne con Nuestro Señor, y mortificarnos privándonos de vez en cuando de cosas que nos gustan.

Este misterio es rico en lecciones para nuestra vida diaria. Pensemos en él con gran calma, y muchos de los incidentes más tristes de nuestra existencia tendrán sentido si entendemos que los seres más justos sufren sólo por darse a otros.